domingo, 19 de diciembre de 2010

La cobardía del General

Me duelen mucho las hojas de este libro. Esta novela infame que nunca me hubiera atrevido a escribir de no ser por esa plantita de mimbre que aleteaba cada mañana al verme levantar la mirada hirsuta y circunspecta por sobre la misma empuñadura de la espada.
Los retratos de viejas batallas ganadas y perdidas, se desvanecían ante la presencia y vibración del tallo que aun sin viento, soplaba, tiritaba, se hacía sentir en ese dibujo de diapasón que musicalizaba el aire a su alrededor. Bisectrices múltiples, adireccionales en el centro de un ventanal que empecinado protegía la clandestinidad y el retiro de este guerrero.
Unos días antes, voy recordando, me senté en la mesa y pensé mucho sobre la enjuta figura del amor. Por extrañas razones funcionales de inervación cardíaca, detuve por un segundo la respiración, me embebí la trasnochada gota de ginebra que adormilaba sobre la mesa, y avisoré fascinado lo pequeña e ignorante que había resultado mi historia militar: un puñado de batallas, cuatro uniformes destrozados, varias bregaduras sin importancia, algunos rastros de sangre.
Y lo mas imborrable: la zozobra que carcome luego de haber morado enjambres de heridos, a los que nunca habría asistido si no me resultara tan intrínseca  esta inexplicable razón de aferrar el arma como sistema vital. Cuatro batallas que me quitan el honor a pesar del lustre que paso a las preseas.
Pobre balance táctico para un general sin ambiciones.
Golpeteo el vasito sobre la madera y retorno indefectible a la escindida palma y al encanulado suspiro.
Por tendencia  a la viabilidad respiratoria, dejé una vez mas de pensar en los muertos y me recogí en la empuñadura rozada asiéndome al pasado.
Fueron semanas nada mas;  hoy me decidí a darle una heroica muerte seguida de pomposos festejos montados en una cureña, veintiún besos, flores frescas. Y todos mis fantasmas, los propios y los ajenos, danzando en bienvenida de esa nueva ánima a la que tan puramente resguardaba hasta ayer.
 El golpe de mi pie debe sonar a trueno, blandir el filo y de dos saltos encaramarme dulce pero resueltamente ante el botánico desvelo de mis delirios.
Esta mañana despertó una pequeña brisa, una rachita de soplidos inesperados que advirtieron lo flagrante del sinfónico desenlace.
- El tiempo me juega en contra -
- Es ahora o nunca -
Sin apero,  en dos zancadas  arremetí sobre ella...

Hace años que no camino por el cementerio. Los 9 de diciembre, fecha de mi última victoria, acostumbraba a sigilar entre mis fieles muertos. No por ser feligrés de la muerte, iba a dejar de rendir honores a quienes de alguna manera han sobrevivido mi alma con su obitorio. Me agacho en cada tumba, poso una sonrisa y les toco la tierra.  Acaricio sus errares y me aparto alegre como un niño para observar y criticar las estatuas y los mausoleos: arquitecturas del farisaico grito de la humanidad creyente. Me viene a la boca la agria sensación de lo inverosímil de sus deudos agitando sus humores sobre muertos civiles  de poco entendimiento sobre la pasión.
Los nueve de diciembre era la propincuidad al cariño, al recuerdo y a la crítica del arte expirado, tan frío como su mármol y piedra. Como los rostros engendrados por la  apática mano adeudada, indolente ante la ignorancia del existir anubarrado.  Falso y alquilado como el arte del tallador.

Dos zancadas dan tiempo suficiente como para pensar en los muertos, el mármol, las caricias a la tierra y la música.
La brisa se desfiguró en tormenta. El viento ya es casi vendaval, y la música..., la réproba melodía que no me deja dormir hace semanas, no cesa de cimbrearse y sacudir el multilineal encordado en el aire.

Soy un cobarde.




No hay comentarios:

Publicar un comentario